Érase una vez…. el alfarero y la abeja

Érase una vez un viejo alfarero quien, después de conquistar con su arte los más bellos palacios de Oriente, vivía retirado en sus montañas.

Un día mientras hacía un jarrón de terracota en su torno, modelando la tierra, se fijó en una abeja que pasaba por allí. Le llevó con ella en su vuelo, ella a sus tareas y él contemplando su extraño baile de flor en flor. Su mirada vagaba viéndola hurgar aquí y allá para luego volverse con el peso de su preciosa carga… Hacia la colmena que el alfarero guardaba al fondo de un hermoso jardín.

«Qué vida tan dura, la vida de una abeja, matándose en el trabajo…», pensó el alfarero, volviendo a fijarse en sus manos. Entonces se detuvo por una fracción de segundo y pensó que su vida de alfarero también le había parecido muy dura muchas veces.

El alfarero siguió pensando en su trabajo, en cuanto a nuestra abeja, volvió a su colmena, confió su preciado botín a sus cuartos de cera y mantuvo informados a sus compañeras del estado del frente vegetal y del mundo exterior. Bien pudo haberles hablado de un extraño alfarero que parecía prestarle una extraña atención… ¿Pero quién lo recordará?

Nuestra abeja se fue, trajo su precioso botín y su boletín de información innumerables veces y un día no regresó. La Colmena es así, la colmena vive y ninguna abeja es la colmena como no hay colmena sin la presencia de todas sus abejas.

En cuanto a nuestro alfarero, él había terminado su jarrón, él también se había olvidado de la abejita hacía mucho tiempo. Y mientras contemplaba su obra vio la colmena al fondo del jardín.

Observó la caja de madera bellamente simple pero hermosa. El hombre entonces pensó que la colmena como su jarrón no eran solo cajas. Pensó que ambas eran  lo que parecían por lo que eran diseñadas a albergar, su contenido les dio forma y les dio su función y significado. Así como una colmena estaba destinada a albergar abejas, un jarrón estaba destinado a contener flores.



Volvió a su jarrón y lo barnizó. Mientras lo manipulaba con cuidado, sus manos contemplaban su forma y su equilibrio, la correcta densidad que cada giro de la mano le había conferido a la tierra… Estaba barnizando el fondo cuando una abeja, atraída por el olor de su barniz, se acercó a él y cayó en el fondo del florero. El alfarero quiso ayudarla y al inclinarlo para ayudar al insecto a volar, el jarrón reflejo la luz del sol.

El hombre y la abeja, ambos cegados y un poco torpes, encontraron un final feliz y se separaron en muy buenos términos.

El pensamiento del hombre volvió entonces a su obra, a su barniz brillante, a su estructura… No, un jarrón no existe sólo a través de lo que contiene o el uso al qué se destina. Es también esta forma. Nuestro alfarero amaba su arte, su arte que le inspiraba pensamientos tan profundos, le parecía…

Se levantó, fue a la cocina y mecánicamente agarró un tarro de miel color ámbar y se sirvió una cucharadita de miel. Como el oro líquido, el preciado concentrado de néctar, lentamente caía formando un hilo, por más que levantaba la cuchara, el hilo de miel no se rompía. ¡Tenía que jugar con la cuchara para disfrutar sin mancharse!


Mientras saboreaba el néctar divino, pensó en nuestra abeja matándose a sí misma para producir una cucharadita de miel en su corta vida. Y esta miel, este polen, esta forma de vivir repartiendo vida de flor en flor, trabajando duro por una colmena que existe fuera de ti, sin ti, para ti, y tú… Para ella. Sin todas las abejas ella no está, pero tú como abeja tampoco puedes estar sin ella a pesar de que ella estaba antes que tú y seguirá después… Todos los miembros de la colmena esclavos de su vida de trabajo por y con la vida… Un equilibrio muy extraño donde cada uno al igual que el otro comparte una vida laboriosa y sacrificada em el altar de la supervivencia.

De repente, alguien vino y llamó a su puerta.

Un cliente.

Entró y se disculpó por su tardía intrusión, explicando que la fama del alfarero retirado del mundo lo había llevado a emprender un largo viaje para encontrarle y que quería su obra del momento, a cualquier precio. El humilde pero instruido alfarero ofreció tomar el té a su anfitrión y le enseñó el jarrón que estaba modelando, este jarrón que había sido visitado por sus hermanitas aladas.

«Este último aún no está terminado, su barniz se está secando. Tomará días».

Miró a su cliente asombrado frente a esta vasija de barro y le preguntó:

«¿Qué es tan especial para ti, puedo preguntar?»

El hombre hizo una pausa en su contemplación y miró fijamente al alfarero. Respondió:

«Tu arte, tu vida es ese recipiente, maestro, es lo que estabas moldeando cuando llegué a ti».

El alfarero le miró, no pudo evitar pensar en la abeja, recordar que su vida era esa cucharada de miel, pensar a sus manos moldeando la tierra toda su vida, a los honores de los palacios y su fama de antes. De repente sus ojos volvieron a su florero, y en su cabeza le apareció la imagen de la colmena.

Le dijo al cliente:


«Soy el más honrado de los alfareros que mi humilde persona puede inspirarte hasta este punto. ¿Sabes lo que me pasó mientras le daba forma a este jarrón?… Me sorprendí contemplando una abeja y al hacerlo le di vida a mi jarrón. Y la colmena cuestionó mi obra y mi existencia. Este jarrón no es la tierra y el agua que lo hacen, ni tampoco su forma más perfecta, ni su apariencia más hermosa sea esta, tampoco es el arte de cocer la tierra con amor… Este secreto de este jarrón no es ni su objeto, ni para qué está destinado, ni la forma en que se «llena». Este jarrón es solo porque todo lo que lo rodea lo hace. Verás, este jarrón y esta abeja me enseñaron una cosa y tu venida tendrá algo que ver con eso. Pasamos nuestra existencia percibiendo y sintiendo de adentro hacia afuera. Prisioneros de la forma de las cosas. Si bien la vida es bastante diferente. Pues este jarrón es ante todo la suma de todo lo que le da forma en su gracia, desde una estrella lejana hasta su pobre forma dada por manos humanas. Como este vaso somos, primero la vida misma antes de ser nuestra forma. Mortal, experimental, fugaz…

Como la abeja no es la colmena y la colmena misma tampoco es la colonia de abejas… Lo único que une a todos estos átomos es la Vida. Como una flor experimenta la vida, nosotros experimentamos la existencia… por la existencia. El resto es solo rebeldía y sufrimiento.

Lo que mis manos han formado no tenía sentido hasta recibir tu visita. Y el valor de esta enseñanza no tiene precio. Este jarrón no se lo puedo vender. «

El cliente negó querer ofender al maestro alfarero, imploró su perdón y aseguró al alfarero el malentendido.

De pronto el alfarero agarró su bastón y rompió el jarrón ante la mirada atónita del visitante. Sin una palabra volvió a sentarse y sirvió el té a su invitado como si nada hubiera pasado, invitándole a sentarse de nuevo. Los dos hombres tomaron el té en un extraño y largo silencio.

Más tarde, cuando terminaron de tomar el té en silencio, el maestro alfarero se despidió de su invitado agradeciéndole por su visita y largo viaje, y, le dijo:

«Ahora sé que la más preciosa de mis enseñanzas viajará por el mundo entre buenas manos. Ve y cuenta lo que has visto y oído».

Le entregó al hombre una bolsa de seda púrpura. El visitante reconoció el sonido del contenido de la bolsa. Se detuvo, estupefacto.

«El universo da forma, la vida teje. Somos sólo unas migajas de él. Ser vida hasta sentir su ombligo es ser árbol y no sólo raíz. Ve y enseña».

Imagina que la historia de este alfarero ha llegado a tus oídos. Pensarás primero en el jarrón o en el viajero… ¿La abeja?…. ¿Serás capaz de pensar la Forma de las cosas al revés, como sugirió el alfarero…?

En cuanto a nuestro visitante, ¿sabes qué hizo con las migajas del jarrón que le ofreció el Alfarero? Se dice que viajó por el mundo en busca de un artista capaz de reparar este regalo, pero como deseaba tener algo más que un jarrón encolado, recorrió los siete mares y los cinco continentes hasta encontrar a un hombre quién tras haber escuchado la extraña historia del viajero le propusó sellar los pedazos rotos con oro fundido. La idea encantó el viajero, ambos pensaron que así iban a sublimar la enseñanza del anciano y conferirle eternidad, pero también se dice que la idea les vino simplemente porque entendieron y reconocieron la enseñanza recibida como un verdadero tesoro.